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27 de enero de 2009

Locura

Una mujer se cortó el cabello con unas tijeras para pollo, lo humedeció y lo secó al sol junto a unos ajos en cuatro ocasiones y después lo pulverizó en un molcajete de piedra volcánica con menta y cilantro seco. A la mezcla le añadió unas lágrimas de cebolla (es decir, las que son causadas por la cebolla), y con la pasta resultante se pinto las mejillas, las cejas y los párpados. Después cantó una melodía muy sencilla, sin letra, en el techo de su casa y se quedó plácidamente dormida en un colchón que había preparado previsoriamente para la ocasión.

La gente no comprendió su extraño juego y pensó que estaba loca, por eso decidieron que lo más adecuado era encerrarla en un manicomio. Desde que ya no la veían hacer cosas raras, la gente sintió que tenía un problema menos y después de unos meses, aquella extraña mujer desapareció de su mente y todo recuerdo. Pero, para su mala suerte (de ella), aún seguía en el mundo.

En un manicomio del mundo. Donde nadie hablaba con nadie si no era para decir las cosas que ellos mismos querían escuchar, donde nadie sonreía por temor a que les robaran la patética alegría y en donde todos alzaban la barbilla al ver a otro loco por creer que su mente era más maravillosa y profunda que cualquiera de los demás. Después de todo, el tiempo que llevaban con su honorable camisa blanca les acreditaba para ensalzar su locura.

Hacia el final de su primer mes de claustro, la mujer ya había visto suficiente para comprender que la locura es como el diablo, toma las formas más impensadas para engañar a los hombres. Y ellos, ilusamente, la toman por sensatez.

Fotografía: Cut out the troubles by .SantiMB

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