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2 de mayo de 2009

Celos

Jeremías se extravió en el reflejo por una eternidad. Un profundo deleite inundó todos los rincones de su retorcido ser y no pudo despegar la vista del espejo de la pared, agrietado por el peso de la realidad, hasta que la luz comenzó a ceder terreno a la oscuridad e hizo imposible la contemplación.

“Me voy”, dijo, destrozando el aire con su seca y fría voz, casi gris. Al salir no cerró la puerta, así de seguro estaba de su destino. Dorotea, en cambio, se quedó sentada al borde de la cama, tratando de imaginar el futuro que ahora parecía desvanecido. Sendas lágrimas rosas brotaron de sus ojos de miel y en su rodar por mejillas, labios, mentón y falda se tornaron pálidas hasta caer hechas trizas al suelo como estrellas muertas. Su vientre hinchado era el constante recordatorio de su sentencia a la soledad y el abandono, y un mes después, cuando su cuerpo dio el fruto de la vida, Dorotea observó, aterrorizada, la viva imagen de aquel que se había ido. Pero no pudo odiarlo. Antes bien lo amó y lo cobijó con su ternura, lo envolvió entre sus brazos y lo cubrió de besos hasta el final.

Cuando el pequeño Jonás tuvo la suficiente altura para echar un vistazo a la luna que decoraba la alcoba de su madre, ella rompió violentamente de un zapatazo lo que creía era la fuente del abandono, pues desde la lejanía adivinó en la mirada de su hijo el mismo brillo siniestro que tenía su padre el día de su partida. Ante el espanto, el niño no osó en verse en un espejo nunca más. Tanto era el terror que sentía de volver a desencadenar la ira de su madre que su curiosidad fue muriendo poco a poco. En el colegio, por ejemplo, iba directo a los excusados y agachaba la cabeza mientras se lavaba las manos temblorosas. Cuando creció y las muchachas lo empezaban a buscar, él desarrolló un profundo desprecio por aquellas criaturas que se dejaban absorber por sus funestos talismanes de mano. En cambio, lo chicos, que sudados y desaseados no demostraban el más mínimo interés por su apariencia personal, se le hacían tremendamente encantadores.

Su vida transcurría en la soledad y en el silencio cuando la carcajada y el balón de Manfredo disolvieron la espera. Ese día Jonás aprendió que un balón de cuero puede provocar tanto dolor al rostro como una mirada al corazón. Salido de su aturdimiento tomó la mano que se ofrecía para levantarlo del suelo y su tristeza y al instante inició una gran amistad.

Hablar, reír, compartir y sorprenderse ante el amor inusual que nacía entre los dos. Tomarse de la mano, acariciar los labios, suspirar en el cuello, enredar el cabello y sentir cómo el corazón se escurre por las sábanas. Destilar gotas de amor por la piel, exhalar desencanto y gritar desesperación. Decepción, inmoralidad y hastío, y la soledad y la tristeza regresan a los corazones enfermos cual paseantes a su eterna morada.

Jonás vaga hasta una casa amarilla, vieja y roída por la humedad. Explora sus rincones, sus salones, los roperos y los secretos de la oscuridad y en una habitación encuentra una ventana bloqueada por maderos que echa abajo con la poca transgresión que todavía le queda en el interior. Y se queda sin aliento. En la casa contigua un hermoso muchacho lo ve fijamente desde la ventana. Él, tembloroso, alza la mano en señal de saludo y su interlocutor le responde de la misma forma. Su corazón se alegra cuando ve sonreír a la bella criatura en la distancia. A señales le dice lo solo que está y lo mucho que le complace encontrarse con él ¡Qué maravilla, él piensa igual! “Regresaré mañana”, “Mañana regresa” le contestó.

Jonás volvió día tras día. No le importaba el olor a madera podrida ni los múltiples hoyos del suelo del tercer nivel. Había encontrado nuevamente la tranquilidad de su corazón con aquel extraordinariamente hermoso extraño que veía a través de la ventana y con el que conversaba vivamente a través de gestos. Siempre esperaba por él.

Un día Jonás y Manfredo se encontraron al doblar la calle. Frente a frente, en silencio y con caras inexpresivas, el tiempo pareció detenerse. De pronto los sentimientos de Manfredo comenzaron a escurrir por sus ojos y los dos caminaron por la calle hablando del pasado. Manfredo rogaba y Jonás no escuchaba, sus pensamientos sólo pertenecían al chico de la ventana. Un camión de una mueblería se paró junto a ellos mientras esperaban la luz verde y cuál fue la sorpresa de Jonás al ver a través de un cristal a su amado anónimo junto a ese traidor de Manfredo. Lleno de furia jaló a su viejo amor violentamente del brazo y estrelló su cabeza contra la pared. En medio de la sangre y los gritos de la gente en la calle, lo arrastró hasta el puente y lo aventó al flujo automotriz.

Corrió con la mente trastornada hasta casa con su madre y al llegar, ella supo exactamente lo que había pasado: Jonás se había enamorado de su propio reflejo, tal como le había sucedido a su padre 17 años atrás. Ella trató de tranquilizarlo y arrancarlo de la excéntrica enajenación en la que se había metido el pobre muchacho. En medio de los gritos de dolor y rabia, la madre de Jonás acudió con el vecino para que le proporcionara un espejo. Era redondo y con un marco de aluminio repujado. Al ver de nuevo la imagen de sus anhelos, Jonás con un suspiró volvió a la calma. Acarició el frío cristal con la llema de sus dedos e intentó cruzar al otro lado. Trató nuevamente, pero no tuvo éxito. Una vez más y la rabia invadió su espíritu alterado otra vez. Lleno de ira tomó a su madre por el cuello y apretó. Toda la culpa era de ella. Nunca permitió que se acercaran. Tenía envidia de su belleza. De su grande amor. Por eso siguió apretando, más y más fuerte. Pasó una hora y Jonás seguía oprimiendo con odio el cuello de esa mujer despreciable. La dejó olvidada en la alfombra y cogió amorosamente la ventana a su eterno enamorado. Pero ahora su mirada era de desaprobación. Ya no había más amor en sus ojos. Lo había decepcionado. Y Jonás decidió romperle el desprecio a puñetazos y en medio de su ira roja y solitaria, un suspiro lo mató.


Fotografía:
Hay días en que uno se mira al espejo y no se reconoce en él
by Jesuscm

1 Comentarios:

Alfredo R. I. dijo...

No había tenido oportunidad de comentarte el cuento, que es muy, pero muy bueno. Haría las delicias de cualquier psicoanalista, sin duda alguna, e incluso te verías asediada por sujetos que, en el colmo, te preguntarían sobre la forma profunda en que has logrado pegar distintas psicopatologías en un relato breve.

Vaya que me ha gustado. A propósito, me he dado una vuelta por el Recolectivo y, visto lo que escribiste, me convenzo de que podría copiarse el procedimiento y cambiar el nombre, dado que allá sólo se salva uno que otro relatito. Pensemos en la etiqueta, si te parece bien, y después será cosa de circular la idea, a ver dónde prende.

¡Saludos!